Intentar disciplinar al corazón es una tarea que suele resultar bastante inútil. Porque ganar esa batalla implica desoír al cuerpo; volverse sordos al golpeteo del deseo y enmudecer ante el reclamo de la pupila que habla.
Domesticar al instinto de la atracción no siempre se puede. O se quiere, lo que es peor.
Vamos al punto. Juan era el yerno. Sonia la suegra. Mili la hija de esa suegra que al yerno le gustaba menos que la madre.
Escenario: un toldo en Playa Grande, Mar del Plata. Fecha: muchos años atrás. Lluvia y viento desatando una feroz tormenta eléctrica mientras Mili está con sus amigas en el balneario de al lado.
Hacía tiempo que Juan miraba con deseo a Sonia. Escultural suegra en bikini, bastante joven y extremadamente sexy: “Pelo negro sin canas, o quizá se teñía, qué se yo. Pero tenía un lomo que te quitaba el aire. Lolas (nada de SIC porque en realidad el hablante dijo ´tetas´), buen traste y mirada inquisidora”, recuerda hoy este Juan ya maduro.
Se ríe, no sin malicia, al decir que le despertaba instintos que su novia no: “Qué querés que te diga. Parece desubicado solo relatarlo. Pero mi novia era virgen, no quería todavía tener relaciones sexuales conmigo. Por lo menos hasta ese momento. Mi suegra, en cambio, era un minón inquietante que, para mi gusto, me tiraba mucha onda. Estaba separada desde hacía años, tenía decenas de candidatos, pero yo estaba seguro de que se hacía el bocho conmigo. Era obvio, lo sentía en la intensidad de sus miradas”, afirma, “Roces aparentemente involuntarios, abrazos presuntamente querendones, ojos directos a los míos. También algunos indicios verbales que ya ni recuerdo, pero que en ese momento vi como pistas clarísimas del interés. Sonia trasnochaba a la par nuestra, ponía música con onda, inventaba juegos de cartas o con dados. Cuando venían amigos nuestros, se quedaba por ahí, sirviendo tragos o dando vueltas. Mili vivía en cualquiera, no era de las adolescentes que echan a la madre del living y, por el contrario, la incluía en todo. Sonia se comportaba más como una amiga que como su vieja”.
Este Juan se escandaliza un poco al recordar a aquel otro. Ahora le parece peor que entonces. Es que creció, está casado y espera una beba.
“Yo era un mandado, un poco cancherito. Me creía un diez y que me las sabía todas. Mili, la verdad, hoy te lo puedo decir, me torraba un poco. Me gustaba, pero no tanto. Me aburría con ella, en realidad no sé ni por qué me puse de novio. Creo que cumplía con el check list que tenía grabado en mi cabeza. Al tiempo, ya me gustaba más Sonia que ella. Pero no es que yo me ponía a pensarlo. Ni siquiera me atrevía a reconocérmelo a mí mismo. Menos me animé, jamás, a comentarlo con nadie. Nadie es nadie, ni a mi propia sombra ¿entendés?”.
Lo que sentía como hombre no era algo que estaba permitido sentir. Obvio que no se podía, obvio que no se debía, obvio que avanzar sería traspasar todos los límites con los que había sido educado.
Los amigos de Juan bromeaban con “lo buena que estaba mi suegra”, admite, “y no puedo repetirte las frases que decían porque me avergüenzan. Cosas de jóvenes desatados. Un poco irrespetuosos, pero buenos pibes”.
Bromas aparte volvamos al pasado del toldo en Mar del Plata. Esa tarde, solos detrás de la cortina de esa carpa de Playa Grande, donde los chicos pequeños suelen hacer pis o dormir la siesta, ocurrió algo imprevisto en medio de la tempestad que voló sombrillas y corazones.
“Fueron quizá 40 segundos o un minuto y algo, no sé bien cuánto. Pero lo que ocurrió en ese breve lapso fue más que suficiente para que mi mundo se descalabrara”, confiesa.
El principiante estudiante de economía y la suegra “bomba”, acomodando los bolsos para resguardarse del viento y del temporal terminaron en un vórtice desestabilizador. Solos, ella y él, detrás de esa cortina flameante de grueso plástico blanco. En ese espacio de uno por dos, o menos, entre la heladera azul con sándwiches con olor a rancio, toallas húmedas y restos de gaseosa caliente y sin gas, tuvo lugar el ciclón que empezó con un “pico”.
“Creo que me lo dio ella cuando medio nos tropezamos hacia atrás con la heladerita, pero yo respondí comiéndole la boca con desesperación. Mordí, manoteé su bikini con descaro, nos apretamos sobre el fondo de la carpa y casi que casi… Ella también avanzaba con sus manos, pero de pronto se escucharon voces como que llegaban corriendo bajo la espesa caída de agua y nos detuvimos en seco”, dice con voz ronca.
Esas voces venían del mundo real. Su mundo de 40 segundos se congeló y, rápidamente, Sonia se acomodó el bikini y Juan se bajó la remera. Ambos emergieron tambaleantes, como si nada, de ese cuadrilátero pecaminoso.
Habían llegado unos amigos de Mili y la charla prosiguió tonta y sin rumbo sobre el torbellino climático que había vaciado la arena en pocos minutos. Al rato, llegó Mili ensopada.
A partir de ese momento Juan no pudo pensar en otra cosa que en concretar relaciones sexuales con Sonia. Se olvidó de vivir… y eso que jamás había escuchado a Julio Iglesias. No pensó ni por un segundo en Mili ni en la traición ni en su noviazgo adolescente. O, si su cerebro sugirió algo, él pisoteó los pensamientos hasta dejarlos bien muertos.
“No me puse en moralista ni en nada. Tenía una calentura bruta. A los pocos días se nos volvió a dar la posibilidad de estar solos. Los dos buscábamos el momento. Yo estaba alojado en la casa de Mili y dormía en el cuarto con Leo, su hermano menor. Pero esa noche Leo se había ido a pasar el finde a Miramar con un amigo y sus padres y Mili tenía un cumpleaños de chicas en Chapadmalal. En dos días yo tenía que volver a Buenos Aires porque me iba de viaje con mis padres al exterior. Sonia llevó a sus hijos a sus respectivos programas y yo, supuestamente, me quedé durmiendo una buena siesta para descansar. No pegué el ojo. Cuando Sonia volvió, estábamos completamente solos. Apenas abrió la puerta de la casa fue directo a buscarme al cuarto. Me agarró de la mano y me llevó al de ella. Me estalló el mundo”, reconoce.
En el cuarto de Sonia, de esa casa que alquilaban sobre la calle Saavedra, pasó lo que deseaban tanto que pasara. Sonia no dijo una palabra, solo actuó con maestría. A Juan no se le ocurría qué decir, dejó hacer y respondió físicamente. Podría ser su madre, pero no lo era. Nunca había tenido relaciones con una mujer más grande. Nunca había fantaseado con algo así. No recuerda hoy que hubiesen hablado de nada, ni antes ni después. Solo sucedió.
Juan chocó de frente esa tarde con el deseo más tempestuoso que había experimentado en su vida.
“Fue maravilloso. Creo que fue una de las mejores historias sexuales de toda mi vida. O ese es el recuerdo que me quedó fijado. Porque me comporté de una manera animal, absolutamente inconsciente de las implicancias que podría tener”, admite casi asustado.
Estaba claro que esa relación era insostenible. Era eso y nada al mismo tiempo. Sexo mudo y sin futuro.
Sonia no parecía tener culpa ninguna. Se manejaba con la soltura que solo otorga la impunidad. En Juan, en cambio, no tardaron en asomar algunos remordimientos, pero tironeado por las ganas de seguir enroscado con Sonia no prosperaron.
“Yo sabía que esa historia era cortoplacista. Y que, de alguna manera, pondría fin a mi noviazgo. De hecho, desde que pasó eso (eso es “eso” que no puede verbalizar bien hasta el día de hoy) no pude más besar a mi novia como antes ni decirle que la quería. La verdad es que no la deseaba ni, evidentemente, la amaba. Con meridiana claridad pensé que cuando los dos volviéramos a Buenos Aires tendría que cortar de manera definitiva, pero no podía hacerlo en ese momento”.
Juan volvió a Buenos Aires en ómnibus y partió de vacaciones con su familia: “Me fui con mis viejos y hermanos quince días a Floripa. Al volver de Brasil, enfrenté a Mili con mis dudas y le pedí un tiempo, alejarnos. Fue un drama que no tenía ganas de vivir, pero que tuve que atravesar. Lo peor fue que con Sonia nos seguimos viendo. Tenía que ser a escondidas de todos. Terminamos usando un telo que había cerca de su casa. Ella iba primero y yo caía después. Un turno o quizá dos que pagaba ella con su tarjeta de mujer emancipada. Y, luego, salíamos por separado. Siempre con el miedo en el pecho de que alguien, por algún detalle, nos descubriera. No pasó nada. Lo pasábamos muy bien, pero hoy lo pienso, te lo cuento y me da muchísima vergüenza”.
Juan cortó definitivamente con su novia un par de meses después.
Pasada un poco la gran calentura Juan no pudo evitar pensar en serio. Le hacía ruido que a esa madre le importara más su propia avidez y vida sexual que la tristeza de su hija abandonada. Angustia que ella misma había provocado enredando a su novio en una relación lujuriosa. Que fingiera con tanto descaro le hacía ruido.
“Cuando me cayó la ficha me decepcioné de Sonia y de mí también. De pronto, estaba con alguien con quien solo tenía sexo, con quien no conversaba de nada y que encima como persona me parecía indecente. La juzgaba más a ella que a mí mismo. Así eran las cosas. Quizá pensaba de esa manera porque Sonia era la adulta y yo el pendejo calentón. Habían pasado unos tres meses de encuentros furtivos cuando, una tarde antes de ir a verla, decidí que sería la última vez, que no iba a hacerlo más. Fue como una promesa a mí mismo para sentirme menos sorete con todos y, sobre todo, con mi ex Mili”, sostiene.
Habían aflorado las márgenes del mundo de Juan. Ahí estaban sus límites. Podía tocarlos. Eran como líneas emanando de su cuerpo que delimitaban el espacio con reglas y sanciones. Habitar fuera de esos márgenes se le había empezado a hacer muy cuesta arriba.
“No soy un tipo cerrado, para nada. Nunca lo fui. Pero esta traición en mi pasado no me enorgullece en lo más mínimo. Me pudo la calentura, la pasión. Y eso me hizo dar cuenta, de forma irrevocable, de que mi noviazgo era una absoluta ficción. Una chica buena, tranquila, la novia que mis padres esperaban ver, no más que eso. Había roto con las formas, por un tiempo. Sin embargo, me alcanzó para darme cuenta de que lo roto lastimaba con sus bordes y que no servía para construir nada. Había quebrado mi realidad por ambición a otra que tampoco me alcanzaba. Si querés, desde esta perspectiva, valió la pena lo vivido. Porque, abierto el cascarón, salí para reencontrarme con mi yo más oscuro. Con Mili no hablé nunca más en mi vida; con Sonia después de esa última tarde, tampoco. Los dos intuimos que no habría un nuevo encuentro. Lo sentí en el beso aliviado de la despedida. Ni yo la busqué ni ella me buscó jamás”.
A Juan le llevó un tiempo recuperarse de su propia osadía. Estuvo un par de años de aquí para allá hasta que se volvió a enamorar y se animó a ponerse de novio. No pensaba en Sonia. Ella constituía un recuerdo que había dejado bien lastrado en el fondo de su esqueleto para que no tuviera ninguna posibilidad de reflotar y perturbarlo.
Hace unos meses Juan se enteró de que Sonia murió el año pasado. Se lo dijo un amigo de un amigo de Mili, como al pasar. “¿Sabés que se murió la mamá de aquella novia que tuviste? No sé de qué pero de un día para otro, creo que en junio del año pasado. Era bastante joven creo. Vos veraneante con ellos y la conociste, ¿no?”, le soltó.
Se le revolvió el estómago. Sintió náuseas. Hacía diez meses que Sonia no existía. Ese capítulo de su pasado ahora sí que estaba enterrado. No había quién pudiera revelar su leyenda negra. Sintió tristeza, angustia y algo más que no sabe bien qué es. Quizá, dice, “melancolía”.
No iba a llamar a Mili para darle el pésame. Era ridículo. Jamás habían hablado, no tenía su teléfono y, además, Mili siempre se había llevado muy bien con su madre, confiaba en ella… ¿qué le iba a decir?, ¿otra vez le mentiría diciendo uy cuánto lo siento? No estaba para hipocresías de esa envergadura.
Mientras terminamos su historia Juan se arrepiente un poco de haber hablado. Dice que no entiende porque se le ocurrió contarla. Que jamás se la había confesado a nadie. Ni a un solo amigo. Menos a su actual mujer. Sigue craneando y sostiene que no sabe si tiene algún sentido este relato porque, al fin y al cabo, de amor real no tiene nada: “Fue más una pasión real, sin una pizca de amor verdadero”. Eso dice. Vaya a saber si lo cree.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas