Descubrir qué motivo la impulsó a escribir, y la forma en que lo hizo, es el punto de partida de “Las orillas del mar dulce” (Edhasa) de Laura Alcoba, obra donde la escritora argentino francesa revisa la opera prima que la consagró internacionalmente, “La casa de los conejos”. Desde París. donde vive. dialogamos con ella.
Periodista: ¿Volvió a “La casa de los conejos” porque descubrió que había algo que no había contado?
Laura Alcoba: Si bien sobre el final del libro evoco la historia de “La casa de los conejos”, en “Las orillas del mar dulce” trato de poner en palabras cómo surgió en mí la necesidad de la escritura. Y cómo la escritura, el tiempo, la memoria y el cuerpo están ligadas en ese impulso y en esa decisión.
P.: ¿Hubiera querido hablar sobre esa motivación inicial con su editor cuando la citó para decirle que iban a publicar su opera prima?
L.A.: Me citó Roger Granier, escritor y editor mítico de Gallimard que había trabajado con Albert Camus. Era como la memoria de Gallimard. Estaba jubilado y seguía estando allí. Lo primero que me comentó fue que le hubiera gustado darle mi libro a Héctor Bianciotti, el editor franco argentino de Gallimard, “pero está ahí –me señaló un despacho- y es como si no estuviese; su cuerpo está, pero su mente no”. Bianciotti iba a Gallimard sin saber ya por qué iba. Iba, me dijo Granier, porque su cuerpo se acordaba de que era escritor. Su cuerpo se acordaba de que tenía que escribir, pero ya no tenía las palabras. La experiencia de que el cuerpo se acuerda de algo de lo que uno no tiene consciencia a mí por lo contrario me había dado palabras e impulsado a escribir.
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Alcoba y su nuevo libro.
MALBA
P.: Usted llegó a Francia con diez años, luego de haber vivido con sus padres en una imprenta de los Montoneros, disfrazada de casa de venta de conejos.
L.A.: Cuando en 2003 visité ese lugar, que se había vuelto histórico, para poder pasar del lado que escondía la imprenta, que llamaban el embute, me agaché como cuando era una nena. Y no tenía que hacerlo, la falsa pared había sido arrasada por la represión. En ese agacharme, en ese acto innecesario, pasado y presente se confundieron de manera vertiginosa. Supe que en ese acto infantil que hice para pasar a ese lugar fantasmal que no existía en mi memoria consciente, hablaba mí cuerpo. Y que esa memoria inscripta en el cuerpo reclamaba palabras.
P.: ¿Esas que usted logra liberar en sus libros y que Bianciotti, en su Alzheimer, penaba por no lograrlo?
L.A.: Bianciotti buscando un primer recuerdo en su libro “Lo que la noche le cuenta al día” llega a una pequeña operación en la que el médico para distraerlo le hacen mirar un cuadro de un marinero en un barquito en medio del mar. Mar, marinero, barquito, eran cosas que él desconocía. Anota “he conocido el desconcierto de denominar ignorando y sentir la sensación de pánico de estar prisionero dentro de mí mismo por carecer de palabras”. Es como una especie de premonición de su último recuerdo, porque al final de su vida estuvo encerrado en su cuerpo sin tener ya palabras.
P.: ¿No tener palabras lo vincula al trauma vivido en tu infancia, no hablar, mantener el secreto?
L.A.: Hay un eco en el silencio de Bianciotti, y el silencio impuesto en mí, que se libera a partir de un recuerdo del cuerpo.
P.: ¿Por qué eligió a Bianciotti, y no a otros argentinos afincados en Francia como Cortázar, Saer, Copi, Berti o Alicia Dujovne Ortiz?
L.A.: Podrían estar, pero yo comienzo a publicar en Gallimard y allí, si bien no lo puedo ver, está el fantasma de Bianciotti. Lo encontré en los comentarios de Granier, en datos de sus recorridos, de sus reiteradas anotaciones de un único recuerdo. Y descubrí que lo que él buscaba en sus recuerdos de infancia, tratando de ir más a fondo, tenía ecos con lo que me impulsó a escribir “La casa de los conejos”, “El azul de las abejas”, “La danza de la araña”
P.: ¿Por qué puso en su libro una foto de una piedra del río que en el reflejo se vuelve un corazón?
L.A.: Fue el primer elemento de este libro. Funciona de manera poética. Descubrí esa piedra en una caminata por el Aven. Es una piedra hasta que se vuelve una revelación, un corazón, y si no se lo captura desaparece. Es como los movimientos de la memoria. Hay momentos en que algo se revela y luego se vuelve a ocultar. Ese corazón es en mí una encrucijada.
P.: ¿En qué sentido?
L.A.: Señala el tiempo que hay que aprender a entender y a domar. Es aquello que se entrevé a veces, y luego hay que buscarlo. Se rebela sin que uno lo espere. Evoca cosas claves que rebelan su significado en un momento inesperado. Está ahí el río, el agua, las orillas. Este libro tiene dos orillas. Está del lado de acá y del lado de allá. Está en francés y en español. En el presente y en el pasado.
P.: ¿Cómo surgió su diálogo con Annie Arnaux?
L.A.: Todo comenzó a partir de mi libro “A través del bosque”. Que me llagara una carta suya fue una sorpresa. Me escribió que mi libro le había impactado. Me confesó que era el primero de los míos que leía. Fue a partir de ese momento que mantuvimos el intercambio epistolar. A Annie Arnaux todavía no le habían otorgado el Nobel, pero el Nobel no impidió que continuáramos nuestro diálogo. Es una escritora realmente admirable. Abrió un horizonte totalmente nuevo en la literatura. Fue la primera que logró conectar de manera fructífera, creativa, profunda, la literatura con la sociología. Con su obra realizó algo que ha sido determinante para la narrativa de la segunda parte del siglo XX y principios del XXI.
P.: ¿Ahora en que está trabajando?
A.L.: Estoy terminando un libro que tiene que ver con un fantasma.