miércoles, 18 junio, 2025

Esteban Echeverría, custodio insobornable de los ideales de Mayo

Se cumplen en 2025 doscientos veinte años del nacimiento de Esteban Echeverría, una figura injustamente relegada en el panteón histórico del país. Nació en el barrio del Alto (hoy San Telmo), en cercanías del matadero de la Convalecencia, que inspiraría su famoso cuento. En 1825, luego de estudiar en el Colegio de Ciencias Morales, viaja a París con veinte años, donde tomará contacto con el auge del romanticismo, un movimiento cultural que se opone al clasicismo y tendrá fuertes repercusiones políticas al promover el espíritu liberal frente al despotismo ilustrado.

Regresa a Buenos Aires en 1830 y el año siguiente publica sus primeros poemas. Pero será en 1837, con Rosas en el poder con la suma del poder público, cuando inicie su extraordinaria actuación pública con la participación en el Salón Literario, organizado por Marcos Sastre. Echeverría se convertirá en el líder de los jóvenes que se reunían para sostener intensos debates intelectuales y conformarían la generación del 37, la más trascendente de nuestro pasado, integrada por Alberdi, Sarmiento, Gutiérrez, Vicente Fidel López, Mármol, Cané (padre), Sastre, Florencio Varela, Frías y Mitre, su miembro más joven.

Como continuación de la tarea del Salón, en junio de 1838 Echeverría funda la Asociación de Mayo, con una lúcida misión: “Cada hombre, cada generación tiene una misión que resulta del estado actual de la sociedad que la engendra y de cuya vida, votos, deseos y esperanzas participa. Nuestro primer deber, pues, debe ser para nosotros, generación nueva y robusta, observar qué deseos, qué esperanzas, qué necesidades manifiesta nuestra sociedad actualmente y qué género de luces imperiosamente demanda”. Y contribuye a fijar sus fines con la lectura de las Palabras Simbólicas, luego recogidas en la redacción del Dogma socialista de la Asociación de Mayo, cuyo mejor título es Dogma de Mayo (la palabra socialista no se refiere al concepto moderno de socialismo, posterior a 1837). En esta obra señera de nuestra literatura política Echeverría define los ideales de Mayo. No impedirá su lucha por esos ideales el exilio en Montevideo al que se ve obligado por la persecución de Rosas.

“Echeverría fue el albacea del pensamiento de Mayo”, supo afirmar Alfredo Palacios. Porque a Echeverría debemos la síntesis perfecta que creó la Argentina moderna. Escribe: “La fórmula única, definitiva, fundamental de nuestra existencia como pueblo libre, es: ‘Mayo, Progreso, Democracia’”. En este lema se condensa la historia argentina. Los ideales de Mayo, Progreso y Democracia, son nuestra verdad constituyente. De allí que el mismo Palacios agregue: “La nación fue organizada bajo la inspiración directa del Dogma socialista”.

En la redacción del Dogma fue crucial la meta de superar la contrarrevolución rosista y retornar a los principios de Moreno. Escribe Echeverría: “La palabra ‘progreso’ no se había explicado entre nosotros. Pocos sospechaban que el progreso es la ley de desarrollo y el fin necesario de toda sociedad libre; y que Mayo fue la primera y grandiosa manifestación de que la sociedad argentina quería entrar en las vías del progreso”.

La palabra simbólica 2, Progreso, es vista en 1837 como el esfuerzo orientado a obtener el bienestar del pueblo y mejorar su condición. Por esa razón, “la revolución para nosotros es el progreso”. Este programa de progreso se apoya en el ejemplo de Europa, que es “el centro de la civilización de los siglos y del progreso humanitario”.

Echeverría repite las consignas sobre el progreso que continuarán Sarmiento y Alberdi, pero su verdadero aporte diferencial radica en el modo que lo combina con el desarrollo de la democracia.

En la palabra 1, Asociación, escribe: “La democracia es por consiguiente el régimen que nos conviene y el único realizable entre nosotros”. Y agrega: “El problema fundamental del porvenir de la nación argentina fue puesto por Mayo: la condición para resolverlo en tiempo es el progreso: los medios están en la democracia, hija primogénita de Mayo”.

Una declaración de principios que adquiere carácter teleológico al explicar la palabra 14, Fusión de todas las doctrinas progresivas en un credo unitario: “El fin de la política es organizar la asociación sobre la base democrática”.

Echeverría nos lega entonces a los argentinos una receta infalible: para progresar debíamos construir una sociedad democrática.

Fiel a las consignas de 1837, en su “Ojeada retrospectiva” (1846) Echeverría recuerda que él y los jóvenes que lo acompañaban se habían impuesto la misión de trabajar por la causa de la patria y que “ninguna desgracia, ningún contratiempo ha entibiado su devoción ni quebrantado su constancia” por formular una síntesis social basada sobre fundamentos inmutables, que fuera “principio y fin de todo”. Esa síntesis era: “La democracia, hija primogénita de Mayo y condición sine qua non del progreso normal de nuestro país”.

Sobre estos principios se sancionó la Constitución de 1853 y se cimentó el extraordinario progreso que llevó a convertir un país deshabitado, analfabeto y con grandes porciones de su territorio sin ocupar, en una nación pujante, educada y que atraía a millones de inmigrantes. Para el primer Centenario de la Revolución de Mayo, el país se encontraba entre los primeros del mundo.

Lo que sucedió después fue el abandono de los ideales de Mayo. Y, por eso, el siglo XX es el siglo argentino de las pérdidas.

En 1930 perdimos la Democracia. En 1946 perdimos la República. En 1975 perdimos el Progreso. Desde 1975, el agregado de estas pérdidas nos conduciría al largo padecimiento de nuestros años pobres.

Luego de un penoso calvario cívico, en 1983 recuperamos la democracia, en 2015 pensamos que habíamos recuperado la república, pero fue un espejismo y en 2019 volvió el populismo. Por fortuna, desde el 2024 estamos en vías de recuperar el progreso, pero solo lo consolidaremos si se afianzan los valores republicanos a partir del 2026, que permitan, mediante la obtención de consensos a largo plazo, llevar adelante las reformas estructurales que la Argentina requiere.

Echeverría no ha tenido la buena prensa que se merece.

Sus amigos y compañeros de lucha, con la excepción de Juan María Gutiérrez, no evocaron su memoria con intensidad y devoción. ¿Por qué la posteridad no ha reconocido el valor intrínseco de la obra y vida de Echeverría?

Una hipótesis es que su muerte en 1851 le impidió completar su obra y participar de los agitados debates y de la vida pública siguiente a Caseros. Él soñaba con un libro que quizás hubiera sido emblemático, La democracia en el Plata, que coronaría la doctrina de 1837 marcando contrastes con las obras de Sarmiento y Alberdi.

Echeverría, el poeta del desierto, proscripto entre los proscriptos, macilento de privaciones en su solitaria pobreza montevideana, es el custodio insobornable de los ideales de Mayo.


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