Este jueves 24 de abril a las 18 Juan Sasturain fue el encargado de brindar el discurso inaugural de la 49° Feria del Libro de Buenos Aires en La Rural. La Feria se encuentra abierta al público a partir hasta el 12 de mayo. Los horarios son de lunes a viernes de 14 a 22; sábados, domingos y feriados del 1 y 2 de mayo de 13 a 22.
Discurso de Juan Sasturain Inauguración de la 49.° Feria del Libro de Buenos Aires:
Buenas tardes a todas y a todos. Autoridades, organizadores, miembros de la delegación de Riad, capital del reino de Arabia Saudita y ciudad invitada a esta edición de la Feria, participantes (de un lado, del otro o arriba del mostrador) y asistentes / paseantes en general. Y entre todos ellos, muchos colegas, amigos y compañeros. Y parientes, por qué no.
Esto tendrá una dedicatoria y cabe explicarlo: la idea de uno es no defraudar expectativas, que son saludablemente genuinas, dadas las circunstancias. Pero uno (discípulo confeso de Groucho Marx) no tiene ni la voz ni la vocación vocera ni le da el cuero para ocupar este lugar central / ocasional / bajo los reflectores sin salvedades. La sensación de impostura en esta arena de lo que no deja de ser un circo. Por eso, correspondería que, como en el chiste memorable, ahora aparezca el presentador y con megáfono le explique al público presente: Señores y señoras, por ausencia del hombre bala, les ofreceremos una perdigonada de enanos… Y en el dibujo de Fontanarrosa aparecían los cinco enanitos asomados a la boca del cañón…
Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Uno no puede calcular cuántas incorrecciones caben y pueden ser apuntadas en este chiste memorable. Que, por otra parte, uno nunca dejará de contar. Y de contarse, feliz, entre los enanos.
Por eso esta conferencia inaugural está dedicada al autor de Inodoro Pereyra. Y, coherentemente, de salida, uno pone la exposición bajo la tutela reflexiva del insuperable Etchenique –no mi veterano detective, Julio Argentino- sino el polígrafo Ernesto Esteban Etchenique, otro personaje creado por el tremendo rosarino. Dice el polígrafo, en uno de sus inspirados Aforismos: “Te puedes hacer una armadura con papel. Pero no te pelees”.
Cabe tenerlo en cuenta en el momento de arrancar, estimados congéneres.
Y no es original este apelativo amplio, especie de máximo común divisor que nos abarca: estimados congéneres, así se anunciaba y pedía atención golpeando una copita con cucharita Norah Lange en tantos banquetes celebratorios, cuando arrancaba de pie, al borde de la mesa y los manteles blancos de mesas literariamente paquetas, manchadas de vino fino y frases ingeniosas. La Lange, poeta y narradora de las muy buenas, persona y personaje enmascarado en tándem con su hermanita Haydée del Adan Buenosayres de Marechal, la que era pero fue mucho más que la mujer de Girondo, inventó –puso en valor digamos- una forma literaria menor por usual y asociada a la convención y el goce: el discurso de ocasión, el brindis, la salutación por irse o llegar. Se han reunido esas piezas ocasionales de ingenio –hay una edición lindísima en Losada- que, como los sonetos cruzados de rencores y festejos de Góngora y Quevedo, las esquelas de disculpa de Macedonio o el poema de Apollinaire para la boda de su amigo André Salmón han sido pretextos ocasionales para la literatura…
Porque de eso se trata: de literatura, de autores y lecturas. Lo que a uno le gusta compartir.
Estimados congéneres, entonces. El que enuncia o toma la palabra recorta auditorio y se recorta asimilado / disuelto o diferenciado, dentro o contra el contexto auditor. Brindis, celebración o responso –qué bien eligieron la elegía, por ejemplo, Lorca, Machado y Hernández, brillantes y negros como escarabajos, primos hermanos de la muerte-, banquete de bodas, despedida de soltero, bienvenida o adiós en el puerto. Palabras, versos de ocasión, diría el chileno Parra, antipoeta y cultor de la disciplina de coyuntura rigurosa. A uno le gusta eso.
Así que cabe arrancar con estas palabras de ocasión. Qué momento.
Primero y antes de entrar en el tema de esta conferencia inaugural en sí, algunas salvedades –cuatro en este caso- que en general no salvan pero explican. Se ruega no confundirlas con paraguas sino con estrictas precisiones. Por eso de las salvedades, uno teme que el resultado final no será breve. Mejor. Porque si no, por el absurdo, uno tendría la obligación tácita de ser bueno, según el consabido Gracián. Ya que no se puede garantizar la calidad, uno acepta y abraza, macedonianamente, la digresión. Asume el laberinto, corre hacia adelante sin tener clara la luz del final.
Pareciera que se viene un tren de frente.
Guillermo Saccomanno: “El grado de negatividad actual llegó a un punto máximo de sadismo”
Salvedad uno: preliminares, pormenores de esta presencia personal
En principio, en nombre del buen gusto y la decencia intelectual -si existen y se reconocen aún- corresponde agradecerle a la Fundación El Libro, organizadora de esta hermosa feria que uno tanto quiere y frecuenta desde hace casi medio siglo, por haberlo designado hace ocho meses –casi un parto prematuro-, para dar a luz y sombra este alevoso discurso inaugural.
Fue el consecuente Alejandro Vaccaro –entonces presidente de la entidad, y hoy miembro de la comisión directiva- el que se sentó frente a uno cierto lejano mediodía de primavera en una de las mesas que dan a la Avenida de Mayo de la Confitería London -tan cara a Cortázar y a sus entrañables personajes de Los premios– y fue él quien se autocalificó como vocero de una decisión que, como solía –dijo-, había sido de conjunto, colectiva. No necesariamente unánime. Y uno agradeció como ahora y dijo que sí, que era un orgullo y sería un honor. Y cuando, semanas después, en el auditorio Jorge Luis Borges de una Biblioteca Nacional bella, ancha y ahora un poco ajena, vestida una vez más para la ocasión, el eficaz y querido -acá también saludablemente presente- Ezequiel Martínez, hizo pública esta designación con los consabidos fundamentos que uno suele sospechar contaminados de sinceras demostraciones de afecto, entonces –digo- uno no estuvo ahí, pero se enteró por los diarios que –confiesa, asqueado- ya no suele leer. Ni la tele ni las redes cuentan como medios, por un supuesto de salud. Y uno después no quiso ni supo hablar con nadie pública ni privadamente del asunto. Hasta hoy.
Así, acá está uno, ocasionalmente arriba como habitualmente abajo cuando acá estuvieron –sin irnos muy lejos, nada más que unos últimos años- los amigos Piñeiro, Saccomanno, Kohan o Heker. Y uno se siente orgulloso y un poquito intimidado de calzar en el sitio y la circunstancia –lo mismo pero parecido, como diría el gran Leónidas Lamborghini- en que uno fueron esos otros. Y uno adhirió entonces y adhiere ahora al
decir diverso pero coincidente al fin de esos otros, firma al pie de lo dicho que aplaudió en su momento.
Pero toda esta vuelta para aclarar –como se ve- que uno no siente ni se atreve ni pretende representar ni mucho menos aspiró a ser la voz de algún colectivo que raramente lo elegiría para que lo fuera. Son las circunstancias, la ocasión, que le dicen. Algo que a uno le cae bien y justo, pues uno es más ocasional que esencial, más llevado que situado.
Un amigo, el benemérito Héctor Chimirri, decía que siempre uno tenía que tener un traje. ¿Para qué, Gordo? Para asumir. Pilcha para asumir. ¿Asumir qué? No importaba. Uno tiene un saco, éste, que está en todas las fotos de los últimos diez o quince años de entreveros culturales, si a uno se le concede el derecho al barbarismo.
En las Crónicas del Ángel Gris se sostiene que el hombre prudente se tira sabiamente a menos.
Salvedad dos: el sujeto hablante, parlante presente.
Por definición lingüística –con Jakobson, De Saussure a mano- el que habla es la primera persona, el ubicuo yo. Sin embargo, también el que habla es uno. Son pronombres: personal o indeterminado, según la vieja clasificación. Al que habla hoy acá le gusta ese sujeto genérico y personal a la vez. Porque hay una diferencia entre decir yo o decir uno, que no es sólo de matiz. Uno es una tercera, pero personal. Es un uso nuestro no exclusivo para nada pero sí muy argentino. La clave la reveló sin querer un amigo cubano muy gracioso hace casi cuarenta años.
Anécdota cubana: “Juanito, canta el tango número uno” pidió Alberto Molina –escritor cubano, actor de telenovelas, morocho de bigotitos- en un ruidoso viaje en micro, parte de un encuentro de escritores de policial a fines de los ochenta. Y ahí, cuando uno entendió a qué se refería este amigo, arrancó con la melodía de Mores: “Uno busca lleno de esperanzas, el camino que los sueños prometieron a sus ansias…”
Y la letra de Discépolo. Ese uno es el sujeto de la enunciación discepoliana. Habla de sí pero va más allá, la pérdida de la fe y la esperanza, es decir, la posibilidad de entregar el corazón (a un amor, a una causa justa), es resultado de la experiencia de uno, por lo que retoma -sin violencia de sentido- el yo personal en el estribillo: “Si yo tuviera el corazón, el corazón que di…” Es decir: “Si uno tuviera el corazón, el corazón que dio…”. Es una reflexión existencial que pretende hacerse válida, encarnable, reconocible para el que oye, ese otro uno que está escuchando.
Eso es Discépolo. Lo personal y lo colectivo son indisolubles. Por eso uno siente, con el corazón que aún tiene, que –como ha explicitado con humor y corrosión el inoxidable Rudy hace un tiempo- estos son tiempos discepolianos. Un cambalache. Un cambalache. Tal cual.
Pero el caso más rico y revelador del uso de ese uno es lo que hace Calé –Alejandro del Prado autor de los dibujos y los textos de esa obra maestra del humorismo argentino que es Buenos Aires en camiseta (que a uno le quedó pendiente de edición en la serie Papel de Kiosco en la editorial de la Biblioteca Nacional)- en la que el empleo del sujeto uno no es ocasional sino sistemático. Uno ha escrito sobre eso. Existencialismo costumbrista de barrio, de vereda, de café y de club, con tango y fóbal. La película, el corto de Martín Schorr de los sesenta es ejemplar. Una secuencia, por ejemplo: uno se va a sacar una foto y se imagina así (dibujo); la foto es así (dibujo) pero uno se ve así (dibujo). Ese uno se corre del ejemplo personal y busca la solidaridad identitaria con el otro, el común sentimiento del lector / espectador.
La bellísima Serenata para la tierra de uno, de María Elena Walsh, en otro registro, expresa exactamente eso. En cambio, el de Uno y el universo, el primer libro del preocupado maestro Ernesto Sábato, del 45, es un sujeto único dando respuestas y juicios sobre lo otro, el resto: la historia, la filosofía, la ciencia; mientras el de Seiscientos millones y uno, de Bernardo Kordon, sobre el viaje a China del 58 es, al contrario, un uno tratando de entender empáticamente desde su pequeñez la realidad compleja de una totalidad abrumadora.
Quedamos entonces en que el que habla es uno.
Salvedad tres: el sujeto recipiente o todos los que están
El plural de ese uno es alternativo: puede ser el yo de un nosotros o el de todos o algunos o muchos o todas esas cosas a la vez, porque tiene que ver con la otra pata de la comunicación: el receptor. A quién se dirige uno.
Este uno se dirige a todos. Los estimados congéneres de la Lange, hoy público en general y espectadores ocasionales, incluyen –borroneados, entreverados- a los genéricos argentinos / compañeros / correligionarios / camaradas / compatriotas / ciudadanos / ocasionales porteños / hombres y mujeres de la patria / trabajadores / hermanos / amigos y todas las variables de la cofradía según uso y costumbre histórica de cada uno.
Uno, en cambio, no se dirige a estos todos presentes en tanto clientes / socios / cómplices / copropietarios / usuarios / modernos cabanos / inversores / seguidores de pantalla / apostadores / trolls y todas las variables de la enfermedad utilitaria.
Náufragos y sobrevivientes sí, competidores seriales y expertos en liderazgo, no.
Para eso uno debutó con un Manual de perdedores.
Salvedad cuatro: sobre el tono de exposición
Es evidente, acá se plantea, una vez más, la confusión entre seriedad y solemnidad. Antes, uno solía provocar con la definición de solemnidad como el pecado de los imbéciles. Hoy se detectan por lo menos dos incorrecciones o palabras no recomendables en esa definición que uno reivindica pese a todo: ni usar pecado ni mentar imbéciles, claro está. Pareciera que nadie peca porque no hay Ley (con mayúscula, plis), y nadie puede usar una categoría clínico psiquiátrica para calificar a otro. Así estamos, emparedados entre dos plagas sin vacuna: la ultracorrección y la cancelación. Bien dicen que dijo y / escribió Albert Camus en cita acaso retocada por la diestra / siniestra internet: “La intolerancia, la estupidez y el fanatismo pueden combatirse por separado, pero cuando se juntan no hay esperanza”.
Así que sólo es cuestión de prepararse para combatir igual. Porque la esperanza es lo único que no se negocia. Aunque sea –como le gustaría a Camus- por el absurdo, para hacerle honor a las enseñanzas prácticas de la desratizada Orán. Seguro que se puede desratizar.
Así, uno se ve tentado a volver sobre viejos tópicos, tristes tópicos que se reiteran en el tiempo y la historia compartida: cuidado con los que no tienen sentido del humor, (negro, tonto, absurdo o de equívoco salón, como éste) suelen carecer también del sentido de la Historia y de la perspectiva del juicio, usos y costumbres, plasticidad, esa cintura cultural requerida por y para la convivencia.
La mayoría de nuestros grandes escritores tuvieron y tienen un poderoso sentido del humor, de la ironía y del ridículo. Borges, Borges-Bioy, Macedonio, Cortázar, Girondo, Arlt, Marechal, Filloy, los dos Walsh, Copi, Blaisten, Nalé… O Belgrano Rawson o Sampayo, entre decenas de mi generación, sin contar a multitud entre los más jóvenes. Para no mencionar a aquellos casos extremos en que, notables narradores como el consabido Fontanarrosa o Alejandro Dolina que, sin ir más lejos, han cometido –la definición es de Soriano, referida al talento no reconocido de Laurel & Hardy- “el error de hacer reír”. Es decir: utilizar recursos narrativos para generar el efecto humorístico y –sobre todo- no transitar de inicio por los soportes consagrados de publicación. Ignorar su excelencia es, por lo menos, solemne tontería.
En síntesis: uno cree que puede hablar sin solemnidad de cosas serias. Serias en serio, como lo que pasa. Por eso, por todo eso, uno reivindica el rigor formal y le gustaría disponer de la maestría de Wimpi o de la dupla César Bruto-Oski a la hora de exponer frente a todos ustedes estas serias divagaciones que no presumen de trascendencia pero que son conscientes de que hay una memoria no distante, recia y polémica, a la que cabe acompasarse.
Y no sólo por los recientes dichos de los admirables compañeros de los últimos años que uno nombra y reconoce. Algo más atrás, pero audibles y elocuentes, todavía oír se dejan sordos ruidos de escarceos y esgrimas ideológicas, brillos de espadas dialécticas, gestos de justa, libre y soberana argumentación nacional ante el discurso imperioso, presuntamente docente, de la mirada ajena.
Porque no hace tanto tiempo –había una presidente lectora entonces- que el brillante escribidor que acaba de partir llevándose la justa gloria literaria, el Nóbel y el apoyo explícito a flagrantes depredadores como gesto final, se cruzó con nuestro propio sensible argumentador serial: entre el penúltimo Vargas Llosa y el brillante objetor Horacio González (de pie, plis) acá, en diferido, se confrontó de lujo.
Después de eso, fue y es imposible callar. Como dijo y escribió otro elocuente y poco aparatoso: el parco y contundente Héctor Tizón. Eso: hay que hablar, es lo que cabe. Si no a uno le pueden cantar la Balada del hombre que se calló la boca, versión del Tata Cedrón. En fin: todas antigüedades.
El título general de la conferencia que no termina de empezar es triple:
Elogio del libro abierto y usado, seguido de una reflexión sobre la idea narrativa de aventurar, con una modesta proposición como colofón y remate no vinculante.
Un elogio, una reflexión y una modesta proposición. Tres partes cómoda o forzadamente ensambladas. Resultó un laburo. Porque uno habla y describe sus emociones / sensaciones desde tres lugares distintos, elogia, como lector y se enorgullece de este momento brillante para la lectura de nueva y sorprendente literatura argentina; después reflexiona, como escritor sobre el gesto de aventurar ficciones a través de un ejemplo excepcional que acaba de mostrar la vitalidad y vigencia absoluta de los clásicos. Y finalmente, como argentino a secas, experimenta el bochorno de una situación colectiva difícil de soportar y propone algo desde ese lugar.
Tres sensaciones, tres movimientos distintos. Precisamente por eso, por el trabajo que a uno le insumió la concepción y desarrollo de una estructura orgánica y coherente cuyas partes alevosamente heterogéneas (el elogio, la reflexión y la proposición) se negaban a encajar sin ripio o crujidos de sentido y oportunidad, que a uno le cabe reconocer que para esta composición discursiva se ha utilizado a mansalva el repertorio provisto por IA. No por la IA Inteligencia artificial (al menos uno cree que no), sino por el IA, el Ingenio Argentino, un repertorio infinito oral y escrito del que uno echa mano a ojo y a memoria desde que tiene manos para manotear, y ojos y memoria para registrar, precisamente. Las referencias a autores del repertorio del ingenio argentino le permiten a uno –a través de la cita, la referencia cómplice, el desvío de tensión y la apoyatura de prestigiosas autoridades- encontrar el modo, la destreza equívoca de reescribir lo ya escrito, coser lo descosido, pegar lo despegado, tirar la mano y esconder la piedra o como sea que se diga o quiera decir.
Con esos retazos de originalidad y conscientes autosaqueos están hechas las partes del todo que sigue.
Elogio del libro abierto y usado
En principio y antes que nada de coyuntura, un motivo o pretexto ejemplar. No casualmente tal vez, ayer, 23 de abril, se celebró en muchos países el Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor. Y se celebra o se instituyó hace tres décadas ese día porque –más allá de discusiones, cuestiones de horas, de tipo de calendario y otras minucias de precisión inverificables ya- ese día puntual, digo, el 23 de abril de 1616, en Madrid y Córdoba, España, y en Stratford-upon-Avon en Inglaterra, morían, a la vez y a tres voces, el castellano Miguel de Cervantes Saavedra con 68, Gómez Suárez de Figueroa, el llamado inca Garcilaso de la Vega, peruano del Cuzco a los 77, y nada menos que William Shakespeare, ahí mismo donde había nacido, hacía nada más que 52 años. Y si la coincidencia final entre los padres del Quijote y Hamlet era conocida hace
mucho, sumarle al brillante autor de los Comentarios Reales, hacerlo calzar al Inca, hizo justicia al sumar la pata latinoamericana para la celebración.
Día Internacional del Libro y del Derecho de autor, entonces. Nada más justo de celebrar para todos y para uno, que ha escrito sobre el tema sobre todo cuando le tocó conducir (es un decir) durante un tiempo, la más vieja institución cultural argentina, la Biblioteca Nacional que tiene, prácticamente, nada menos que los años de la Patria. Un lujo, un privilegio, un vértigo incluso. Lo bueno –a diferencia de lo que a uno le pasa en casa- es que nadie preguntaba si los había leído todos.
Escribir, editar, comprar y almacenar libros son actos generalmente saludables para y en el concepto de la equívoca cultura que supimos conseguir. Conversar / opinar sobre ellos, sobre su heroica historia e incierto porvenir, una casi compulsión que suele convocarnos. Incluso preocuparnos, como ahora y casi siempre.
Sin embargo, hay un solo acto central e ineludible con respecto al libro que otorga sentido a todos los demás, que es el fundamento en su origen y el único sostén genuino de su porvenir, de su mera existencia: la lectura, el gesto íntimo, personal, fundante de leer.
Y la lectura no existe. Existen personas que leen. Y al hacerlo se hacen (más) personas, se llenan de más personas, se encuentran con más personas en diálogo personal, si cabe la redundancia. Leer es compartir, conocer, abrirse callado pero atento a lo que ese otro como uno tiene para decir.
Un libro es una pregunta, una confidencia, una historia que no existe hasta que no haya alguien que lo lea. Uno puede estar de un lado o del otro del texto. Eso es ocasional. Uno se constituye como escritor sólo cuando escribe, pero es lector siempre. En términos saludables, todos somos y debemos ser –civilizadamente hablando- más lectores que escritores. Mejor, siempre y sobre todo en estos sordos tiempos intemperantes, saber darse tiempo para leer. No se crea que es muy frecuente, sobre todo entre quienes conciben la cultura mirando sólo pantallas, luces y escenarios sin contradicción aparente.
Tiempo de abrirse, entonces, de saber escuchar en la atenta y verdadera soledad productiva y fecunda del mano a mano ante el libro: eso, el libro abierto, usado y manoseado, sin distancia social ni otro protocolo que las ganas de entregar la atención a lo que otro tiene y sabe, y que por suerte uno no tiene ni sabe todavía.
Caben algunas precisiones más. Los escritores no escriben libros. Escriben ficciones, poesía, piezas dramáticas y guiones, ensayos. Las editoriales publican libros. Y los venden. Los libros tienen un autor y un editor. En el contrato comercial que los vincula están claros los roles respectivos.
En el hermoso poema “Gotán”, que creo que está en Cólera buey, de Juan Gelman, el poeta se refiere a su poemario del 62 que fue muy leído y por el que todo el mundo lo admiró y reconoció. Incómodamente, el último verso dice: “Yo nunca escribí libros”. Qué bárbaro.
El concepto y la figura del best-seller es lo más revelador con respecto a la naturaleza de ese vínculo entre autor, obra y editor. La expresión, hoy universal, proviene de la tremenda cultura de masas norteamericana, tan afecta a los rankings y listas, los resultados numéricos. Uno recuerda que la primera vez que apareció algo similar en los medios argentinos fue en la novedosa y excelente Primera Plana, el semanario de Jacobo Timmerman (que luego sería creador de Confirmado y de La Opinión, una fiera creativa empresarial que tuvo su episodio siniestro durante la Dictadura) que revolucionó la prensa gráfica argentina en el primer tercio de los sesenta.
¿Qué es un best seller? El libro más vendido, se traducirá. No. Según mi pésimo inglés, eso sería best sold. Cuestión de participios, del paradigma del verbo to sell. Seller significa vendedor. Un best seller, entonces, para la editorial, es el que le resulta mejor vendedor, el que da mayores beneficios, el empleado del mes, digamos.
Cuestión de perspectivas, entonces. Nuestro recurrente Fontanarrosa aspiraba jocosamente a tener/escribir un best seller y se aseguró. Por eso se llama así su primera novela, nombre y apellido de su agente secreto precisamente: Best Seller. Además, siempre vendió todo y, además, tuvo infinitos lectores. Porque los libros tienen –por suerte y uno espera que sean muchos- compradores; los escritores, lectores. De ahí que uno dice y hace el elogio del libro pero no del libroen general sino del abierto y usado.
Recapitulando: si bien este glorioso acontecimiento anual es, desde siempre y desde el rótulo, una Feria del libro, básicamente un hecho comercial, también desde el inicio mismo pretendió, con el slogan del autor al lector, destacar el único hecho fundante que justifica su existencia: juntarlos a ambos y así incentivar, posibilitar la lectura. Cabe entregarse entonces a la experiencia de leer. Libros. De atreverse a una aventura, hoy casi inusual –como todas las aventuras genuinas– pues de eso se trata. Y el poema que sigue, escrito hace unos años, glosa esa idea.
Cita a ciegas
In memoriam J. L. Borges. Lector de lectores.
Despierta tarde. No espía en la ventana
los colores del cielo. Es la chica
de la sabia tevé la que le explica
si habrá nubes o sol, esta mañana.
Enciende el celular. La cotidiana
costumbre del pulgar lo comunica
con los usuarios de una agenda rica
en vulgaridades de primera plana.
Prende la notebook. Y aunque gaste el día
cautivo de esa luz opaca, cree
que tiene cierto tiempo todavía
por vivir, y que la noche lo provee:
saca El Aleph de la estantería,
cierra, apaga, silencia, calla y lee.
Reflexión sobre la idea narrativa de aventurar
En este segundo momento, uno, desde la condición asumida de escritor, de narrador de aventuras o de ficciones en que lo aventurero, la peripecia de personaje es componente central, trata de describir cuál y cómo fue la experiencia iniciática que a uno lo formó / deformó, en un camino sintetizado en la fórmula de leer aventuras a la aventura de escribir. Como en el caso del humor, de la canción y de la historieta, uno ha estudiado los relatos de género (entre ellos los de aventuras) dentro de ese poderoso corpus reducido por años de ceguera y prejuicio a la categoría de literaturas marginales. Uno ha escrito largamente sobre eso.
Y la ocasión ha querido que este acto coincida temporalmente con lo que podría considerarse la apoteosis celebratoria y de reconocimiento del autor –en los ambiguos, equívocos términos de la difusión masiva- y de la obra que uno consideró ya hace mucho tiempo, el relato más poderosos generado en la Argentina en la segunda mitad del siglo pasado considerando todos los medios, soportes, géneros y formatos. Un relato marginal devenido clásico.
Uno, una vez más, cree que es necesario hablar de El Eternauta y de su autor intelectual, su escritor, Héctor Oesterheld. Todos los caminos de la necesaria justicia literaria -y de la justicia a secas- confluyen en este tránsito virtual, como en el caso del Martín Fierro en su momento, de la circulación por los márgenes y la periferia cultural no calificada, al centro. No al canon, categoría sospechosa y elitista, por lo general discriminatoria. Al centro o foco de atención y reconocimiento común, identitario en términos culturales. Juan Salvo es uno. Y uno no puede sino reproducir con vencido pudor y bajo el acápite de Delmore Schwartz –“En los sueños comienzan las responsabilidades”- el texto de Oesterheld, el aventurador. Tiene sus trajinados años.
Héctor Oesterheld fue un notable contador de aventuras y, por sobre todas las cosas, un hombre bueno y sensible. En ese orden o en otro: un hombre bueno que manifestaba su sensibilidad contando aventuras, si se quiere. Un hombre sensible que contaba aventuras que no necesariamente “terminaban bien” pero que dejaban en claro que había razones suficientes para sentirse cerca de sus personajes buenos. Es decir: sus buenos no necesariamente ganaban. Otra manera más precisa de decirlo: Oesterheld era un hombre ético que además escribía. La vida no era para él una cuenta de resultados o una carrera por llegar antes o ser el mejor. No buscó ni la riqueza ni el poder. Quiso ser coherente, escribir y vivir de acuerdo y sin contradicción con lo que creía. Eso es muy valioso y cuesta caro. Y se gana respeto y admiración y memoria como ésta; pero se paga como en su caso, con la muerte violenta. Este hombre digno, bueno y coherente, que fue el mejor escritor de aventuras que dio este país, además de un ejemplo para uno y para muchos de nosotros, murió asesinado como un perro.
Cuando Oesterheld escribía -desde los primeros cuentitos infantiles en La Prensa o la colección Bolsillitos a sus historietas militantes puras de los últimos meses de la clandestinidad militante- no imaginaba ni inventaba ni conjeturaba; Oesterheld aventuraba. Toda su vida fueron formas de aventurar. Aventurar es imaginar, suponer, proponer con riesgo: poner la convicción y el cuerpo detrás de la imaginación, de la invención. Es decir, hacerse cargo de lo que se crea (de crear) y se cree (de creer).
Oesterheld fue un aventurador. Uno que concibió la vida como una aventura y la vivió hasta las últimas consecuencias.
Vale la pena recordar que para Oesterheld y su lectores deslumbrados y en muchos casos consecuentes -los que como uno apenas tenían doce años, por ejemplo, cuando vieron a Juan Salvo golpearse el pecho como Tarzán bajo la nevada en la puerta de su casa- la aventura no es el pelotudeo -irresponsable o no- de vivir peligrosa o gratuitamente fuera de reglas o de fronteras conocidas, metiéndose en líos o cambiando de trenes, de minas, de camas o de causas sino otra cosa un poco más sutil: tener una aventura es encontrarse en una coyuntura en que está comprometido el sentido último de la vida personal y reconocerlo.
Es decir: no es algo que simplemente le pase a alguien sino que es algo que alguien elige que le pase.
El disparador es lo que se llama una situación límite, en la que el hombre puesto a decidir opta o puede optar entre la verdad, el sentido, o la burocrática alternativa de quedarse en el molde. Y ése es el héroe de Oesterheld. El héroe no existe antes de que las cosas sucedan, no tiene un físico ni una aptitud ni una cualidad particular: es un hombre común al que las circunstancias ponen a prueba y, en su reacción, se revela para los demás y sobre todo para sí mismo como un héroe. Es el que está a la altura del desafío -miedo incluido, derrota incluida- y sigue ahí, se hace cargo de lo que cree, de lo que sueña, de sus convicciones y -sobre todo y como disparador- de sus sentimientos.
En Oesterheld el punto de partida es siempre la cotidianeidad: la vida común, el hombre o el muchacho comunes, los afectos, la casa, el trabajo, el oficio, el barrio, la familia, los amigos, la diversión; también la rutina. De ahí sale el tipo, sale uno, sale él. Y le pasa algo, se encuentra con algo o con alguien y todo se le revela, se le da vuelta la vida, que se convierte en otra cosa. Sus personajes, el doctor Forbes, Cirilo Zonda, Caleb Lee, Rolo Montes, Bob Gordon, el jubilado Luna, Ezra Winston, Juan Salvo y sus compañeros de truco antes, y el guionista que escribe en la noche, después… El mismo corresponsal de guerra Ernie Pike. Todos, al asumir la realidad nueva se transforman. En eso consiste la aventura. A veces se encuentran con una circunstancia extrema -la guerra, la Invasión-; o con un hombre excepcional (moralmente ejemplar, de una pieza) como Kirk, Rockett o Ticonderoga; o simplemente con alguien poseedor de una sabiduría especial, fruto de experiencias más allá de lo humano convencional como Sherlock Time, Mort Cinder o El Eternauta de la Segunda Parte. Ese contacto es el hecho clave.
La parábola de Oesterheld en sus obras narrativas -de persona a personaje y de nuevo a persona, indisolublemente ligados- está mostrada de un modo ejemplar en la evolución del guionista receptor de la historia en El Eternauta original (y en sus avatares posteriores). Porque si bien Juan Salvo, que pasa de simple padre de familia a combatiente heroico contra la Invasión, es el típico héroe oesterheldiano surgido de las circunstancias, no cabe duda que en este caso, el receptor del relato -como le sucedía a Ernie Pike- también se modifica.
El guionista narrador deberá contar lo que le contaron como única manera de tratar de evitarlo… Lo notable es que en El Eternauta II, Germán ya no es el guionista receptor sino el coprotagonista “se metió en la historieta” y ya no lo vienen a buscar para que cuente sino que lo vienen a buscar para que pelee…
Paradójica, penosa o maravillosamente, en el último episodio de El Eternauta de los setenta –el llamado Eternauta III, que se realizó sin la participación de Oesterheld, ya desaparecido por la Dictadura- aparece y “actúa” Germán, devenido personaje independiente, aunque ya el autor que figuraba en la tapa no esté más… El aventurador había pasado de la historia cotidiana a la historieta y de ésta a la Historia a secas.
Unos cuentan para vivir y él lo hizo -y tan bien- durante muchos años; otros, viven sólo para contarlo o cuentan después lo que no supieron vivir. Alguien tiene que vivir para contar lo que otros hicieron. En su caso, ejemplar, murió para que uno cuente cómo vivió hasta sus últimas consecuencias lo que contaba.
No sólo imaginar ni fabular, entonces: aventurar. Uno cree en el escritor como aventurador.
Y en el final, uno no es sólo lector ni eventual escritor sino, penosamente, como todos, apenas un argentino, esa orgullosa, equívoca fatalidad que mentó Bioy y describió el gran Sarmiento –peleador y rencoroso- como anagrama de ignorante. De esas incertezas y perplejidades a veces desesperadas por coyunturas como la presente, uno extrajo fuerzas y parcos entusiasmos para redactar, sin otra pretensión que el consuelo
equívoco de soltarla aquí, aprovechando la ocasión, esta modesta proposición a modo de solidaria advertencia.
Una modesta proposición
Aporte para la sintomatología y el diagnóstico precoz del Mal de Bierce, enfermedad social degenerativa que conlleva, en su etapa final, la pérdida irreparable de la vergüenza.
In memoriam de Oski & César Bruto, padres tutelares.
Introducción analítica larga y necesaria
Vayamos por partes, como no decía the ripper, experto en abrir y rasgar pero no seccionar y repartir. El rótulo modesta proposición que encabeza este engendro nos remite al filoso, extraordinario Jonathan Swift quien –además de escribir famosas fábulas y alegorías políticas en clave de viajes fantásticos atribuidos al caballero Lemuel Gulliver (luego domesticadas al constreñirse a un anecdotario festivo de pulgarcitos y gigantes, sin la Laputa volante y sin los onomatopéyicos houyhnhnm, caballos de sabio relincho)- también supo redactar y publicar, Swift, en el siglo de las luces y las tinieblas ominosas, algunas de las más feroces y contundentes sátiras contra el poder criminal del enemigo y opresor inglés que condenó a su patria, Irlanda, al hambre y a la muerte a plazo fijo.
En el panfleto titulado –simplificando- Una modesta proposición para resolver el problema del hambre en Irlanda, el terrible deán sugiere simple y contundentemente, con estadísticas y cálculos económicos en mano, comerse a los bebés de los pobres. Más aún, que las familias indigentes los produzcan y críen (como pollos o lechones) con tal fin. Mientras los compradores se alimentan nutritivamente, se hacen desaparecer o no se suman bocas consumidoras. Una ecuación perfecta.
A uno le gustaría que no se perdiera de vista la idea de que es ese mismo espíritu crítico y satírico el que lo anima para intentar estas agónicas reflexiones al borde de la ominosa desesperación.
Eso con respecto a lo de modesta proposición.
En cuanto a la naturaleza misma de este texto –su carácter entre diagnóstico clínico y propuesta sanitaria- uno reconoce cierta compulsión a formular (munido siempre del escudo de papel descripto por el mentado aforista Etchenique) algún tipo de vademécum anti incendios o presumido aviso a la población. Que de eso se ha tratado siempre. Formas prácticas, activas, de autodefensa social.
Así -solo o acompañado- más de una vez se le ocurrió enumerar y promover en circunstancias de emergencia social grave, ciertos virulentos Mecálogos como envite para la resistencia e interpelación colectiva. La primera vez que uno recuerda fue en las postrimerías de la Dictadura, acaso en 1981 en las páginas amarillas de la revista Hum®. Luego, en las últimas décadas y en plena disputa política, en el 2008 se postuló el irónico Mecálogo del buen banquero y en el 2012 el Mecálogo del argentino sano en tiempos enfermos. Siguen ahí, en las páginas donde uno ejerció (más sincero que oportuno, a veces) la libre opinión y el Arte de ultimar durante muchos lunes de tantos años.
Obviamente, Mecálogo, era y es un neologismo. Un bicho nuevo léxico sin aspiración de diccionario (de cementerio, diría Cortázar), resultado de un permiso acaso abusivo para, a través de la substitución y el codazo silábico, lograr un ejemplar de cruza entre un sustantivo de resonancia formal y prestigiosa, con una expresión oral y vulgar reconocible. No necesita mayor explicación. Como en el ominoso Burgess de La naranja mecánica pero más en línea con el Julio jodón de los pameos y meopas, me parece. Era la idea.
Sólo cabe explicar, finalmente, la puesta en foco del concepto, la idea de vergüenza. Sobre todo en estos tiempos. Este tiempo que nos toca.
Al respecto, hace unos años, más precisamente el 11 de abril del 2016 uno –entre asombrado y harto, una vez más- publicó este soneto de ocasión cuya oportunidad se repite sin esfuerzo ni contradicción y tiene el beneficio extra de promover la lectura o al menos la curiosidad, en este lugar sagrado donde sobra el papel y se apiñan los lectores.
Decía y dice todavía así:
El tiempo que nos toca
“Le tocó, como a todos los hombres, vivir tiempos difíciles», Borges
Cuando Miller dedicó a Rimbaud
su ensayo El tiempo de los asesinos
enumeró los trágicos destinos
de poetas que el mundo marginó.
El tiempo del desprecio, tituló Malraux
su denuncia de los campos clandestinos
de los nazis, cuando amigos y vecinos
partieron de viaje. Y nadie volvió.
Incluso la Hellmann mostró sus agallas
ante Joe Mac Carthy, con la prosa tensa
de aquel tenebroso Tiempo de canallas.
Aquí medran jueces y encubre la prensa
–no pidas justicia y, mejor, te callas–
vivimos El tiempo de los sin vergüenza.
Repasando las referencias, el exceso de nombres propios y obras ajenas que pueblan saludablemente esta exposición: Borges habló de tiempos difíciles refiriéndose al puntano Juan Crisóstomo Lafinur, su tío bisabuelo, nacido durante la Colonia en La Carolina, muerto en el exilio chileno en 1824. Poeta neoclásico pero sensible cuasi romántico, y filósofo positivista difusor de Locke y Condillac en aulas demasiado fraileras por entonces. Lo corrieron mal. Borges le dedicó un hermoso soneto en La moneda de hierro, además de la cita memorable al pasar: “Le tocó, como a todos los hombres…” Una sutileza.
Henry Miller escribió tarde sobre Rimbaud, hacia 1946, cuando ya había pasado por los Trópicos y sobre todo las crucifixiones –las publicadas y personales- y descubrió, en el precoz iluminado francés, una identidad en negativo, casi un alter ego dislocado. Su El tiempo de los asesinos –que acá sacó Sur veinte años después, en los sesenta- se refiere, a partir del caso Rimbaud, a una amplia franja temporal de discurso y práctica opresora utilitaria en contra del distinto, del poeta, arco represivo criminal que arranca en el siglo XIX y lo pisa en el veinte.
El tiempo del desprecio, la hermosa novela corta del por entonces aventurero y tránsfuga Malraux, que tuvo su etapa filocomunista de la que renegaría, es de 1935 –acá la publicó Siglo Veinte en el 46- tras un viaje a la Alemania de un Hitler que ya era el peor cinco años antes de la invasión a Polonia: Malraux es de los primeros en tratar crudamente (en ese momento y sin poner énfasis en el antisemitismo sino en la persecución ideológica anticomunista) el tema del desprecio de la vida del otro, de las deportaciones y los campos, la historia del militante Kassner y su apresamiento, tortura y evasión.
Y finalmente Lillian Hellmann se refirió, al hablar de Tiempo de canallas –en su libro de 1976, un tomo más de su autobiografía que tradujo Fondo de Cultura cuatro años después-, a los delatores y olvidadizos, pusilánimes y colaboradores activos de la caza de brujas en el Hollywood de posguerra y comienzos de los cincuenta que llevó a la cárcel, entre otros, a Dashiell Hammett por “actividades antinorteamericanas”.
En este caso, que uno haya escrito que acá (y se dirá que también por doquier) se viva hoy en el tiempo de los sin vergüenza –así, separado para enfatizar el peso de la carencia- no es un diagnóstico original ni novedoso. El sin vergüenza –así, separado- no es un transgresor, un pícaro, un atorrante, un informal desprejuiciado, un Avivato, un Ventajita, el sujeto perturbador del Diario del Sinvergüenza de Felisberto.
Más precisamente, es una imagen, una idea que a uno se le disparó a partir de un recuerdo de pibe, una referencia anecdótica maternal, fechada.
En la casa de uno, los mayores, los padres, habían nacido en la Argentina del Centenario, postrimerías de la vieja república oligárquica últimamente un poco idealizada; después, esos padres fueron chicos y muchachos en la época de Yrigoyen y maduraron en su conciencia o experiencia social y laboral durante la década larga del fraudulento régimen conservador anterior al peronismo, la bien bautizada -por el periodista José Luis Torres- como Década Infame. Un acierto de calificación brillante, un obstáculo a la hora de no poder volver a utilizar el rótulo para algunas de las décadas que siguieron, como los noventa, sin ir más lejos. Hubo que buscar otras expresiones en el repertorio del oprobio.
Volviendo. En ese contexto memorioso, el recuerdo maternal que uno evocó se refería a una campaña periodística que ella atribuía a la Crítica de Botana pero que fue de Noticias Gráficas, su competencia en el periodismo popular. En 1941, el presidente provisional era Ramón Castillo, ultra conservador, reemplazante forzoso –en tanto vice- del enfermo Roberto Ortiz quien había pretendido neutralizar el fraude sistemático en la provincia de Buenos Aires con la designación del interventor Octavio Amadeo. Ante la renuncia de Amadeo, Castillo buscaba infructuosamente alguien que asumiera ese cargo para hacer el trabajo sucio. Y le costaba encontrarlo. Ahí es cuando Noticia Gráficas titula en primera plana: Se necesita un sinvergüenza. Y así en sucesivos días, hasta que el sinvergüenza apareció, firmó y dispuso lo inaceptable, ganaron los conservadores con fraude y el tipo se retiró por el foro. Es historia.
Tratar de encontrar alguna similitud u homología con hechos que son hoy de común conocimiento y cínica exhibición en el terreno de la vida política y en el ejercicio de los poderes públicos es una tarea relativamente fácil, una constatación por lo menos deprimente.
La vergüenza, como el pudor, la moral, el honor, la culpa / la impunidad y otras escurridizas nociones más o menos abstractas vinculadas con el discurso relativo a una cierta ecología de la conducta, hace tiempo que tienen mala prensa o clara tendencia a cierto ostracismo léxico, el riesgo de extinción por falta de uso o –lo que es peor o al menos diferente- por falta de atención a su significado: nadie se anima a usar sin exponerse a que lo miren de reojo. Lo mismo cabe para el arrepentimiento (que ya no se usa sino se canjea) y la exaltación del rencor y la venganza contra la posibilidad del perdón y el borgeano olvido.
Va a haber que declararlos en emergencia por falta de uso.
Pero ese eclipse puntual de la vergüenza tiene una historia literaria probable, seguramente apócrifa, que uno tratará de repetir citando sin fuente segura, impunemente (perdonando la palabra) en esta calva ocasión.
Dicen que dicen que Sobre la decadencia de la vergüenza y otros síntomas de desastre era el título –de acuerdo con la versión taquigráfica de una conferencia de las tantas que solía dar Mark Twain en sus giras dentro y fuera de sus USA, nunca recogida en sus obras siempre incompletas- de un panfleto del siglo XVII que aunque circuló anónimo se atribuye al inclasificable Georg Lichtenberg, el brillante físico alemán, el de los corrosivos aforismos que, sin querer, en cierto momento desataron torrenciales, penosas secuelas. Incluso en estas permeables orillas culturales del Plata.
Según sostiene acaso con ligereza o ironía el extraordinario autor de Huckleberry Finn, el panfleto anónimo que habría escrito Lichtenberg establece como parámetro –no es ésa la palabra que usa- de medición de la perversidad de una sociedad o asociación humana de cualquier tipo, la desvalorización y decadencia o mal concepto en la práctica personal y colectiva del sentimiento / la sensación de vergüenza. Hasta que la vergüenza, descuidada y mal vista o incómoda incluso, se pierde.
Hasta ahí, Lichtenberg según Twain.
Y uno recuerda a Hernández y los consejos de Fierro -en la vuelta del 79- a los hijos, claro contrapunto con los de Vizcacha en la Ida de siete años antes:
Muchas cosas pierde el hombre / que a veces las vuelve a hallar / pero les debo enseñar / y es bueno que lo recuerden: / si la vergüenza se pierde / nunca se vuelve a encontrar.
Lapidario, el payador. Porque suele suceder que al que perdió la vergüenza le dé vergüenza aceptarlo, y así no pueda ni sepa ni quiera volver a buscarla.
La vergüenza es un sentimiento, una sensación diferente de la pena, la risa, la lástima, que experimentamos sin temblores de responsabilidad. Porque la vergüenza tiene que ver con la responsabilidad, lindante con la culpa, y es un mecanismo inhibitorio si se quiere de autodefensa o de represión sentimental o ética.
Lepera, que todo lo dijo bien según nos ha contado el docto Faretta, habla por boca de Gardel en Cuesta abajo de “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. Esa pena íntima, personal, arrastrada por este mundo, es del 34, dicha y vista en la pantalla y desde lejos. Y es el mismo año en que la Negra Bozán cantaba en vivo y en teatro porteño Cambalache, donde la vergüenza que experimenta el uno discepoliano es social, la penosa experiencia insoportable del todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor… el que vive en la impostura, el que afana en su ambición… etcétera. La falta de respeto, el atropello a la razón discepoliano (le/nos) causa vergüenza. Vergüenza propia y ajena.
La pérdida de la vergüenza, grave enfermedad. Y de eso se trata, finalmente, este Aporte para la sintomatología y el diagnóstico precoz del Mal de Bierce, enfermedad social degenerativa que conlleva, en su etapa final, a la pérdida irreparable de la vergüenza.
In memoriam de Oski & César Bruto, padres tutelares
No es casual que uno tenga aquí, presidiendo el tramo final de esta conferencia inaugural, un libro excepcional, el Tratado Brutoski de Medisina, según Oski y César Bruto, publicado en el 2023 en la colección Papel de Kiosco de la editorial de la Biblioteca Nacional. El volumen, coordinado por la avasallante y creativa Judith Gociol y colaboradores múltiples, reúne por primera vez los fascículos completos de dos series dedicadas por Carlos Warnes y Oscar Conti, tándem insuperable del humor argentino, al comentario y la ilustración desaforadas de todos los aspectos de la medicina universal. Este volumen reúne por primera vez las dos colecciones publicadas en los años cincuenta: El Medisinal Brutoski Ilustrado, que circuló en la Argentina, y el hasta entonces inhallable Vade Mecum Brutoski Medisinae, aparecido en Chile.
A uno le tocó, tuvo el privilegio de asistir -poco y sin tocar nada- al proceso de investigación y edición. Un lujo.
Probablemente –uno no puede asegurarlo- fue del fisgoneo entre los materiales provenientes de los ingentes documentos escritos del prolífico Carlos Warnes, y entre mucho papelerío desechado entre documental y de ficción, que tuvo uno la oportunidad de acceder al texto mecanografiado en papel ya amarillento que constituye el cuerpo principal, el nudo de este texto que glosamos. Nunca publicado en ninguno de los fascículos acá reunidos ni en ninguno de los otros libros que Warnes (con Oski o solo) dejó para el crítico regocijo –sobre todo Lo que me gustaría ser a mi si no fuera lo que yo soy, que aparece citado como acápite de Rayuela, o los insoslayables Brutos consejos para gobernantes, lo único que uno puede hacer es glosar de memoria sin aspirar a transmitir textualmente las ideas y referencias que el incierto autor despliega.
Nunca se publicó estudio alguno (ni en estos Brutoskis ni en otra parte y bajo otra firma) ni nada referido al acá llamado Mal de Bierce. Pero el nombre de la terrible enfermedad es un dato. Como en el caso del Mal de Chagas -o del Azheimer sin ir más lejos- el rótulo de la enfermedad no se refiere a la persona del sujeto paciente sino al descubridor.
Y en este caso no se trata de un científico ni médico ni investigador sino de Ambrose Bierce, el famoso escritor norteamericano con una obra ingente y fragmentaria, –volcada durante décadas en periódicos de la vuelta del siglo- estilista epigramático de filosa factura, y uno de los mayores cultores del relato de terror y el humor negro. Ambrose Bierce es el autor de los memorables El club de los parricidas, los Cuentos de civiles y soldados que tradujo Pepe Bianco para Jorge Álvarez en los sesenta y el sulfuroso Diccionario del Diablo, traducido por Walsh. Uno lo leyó en la edición de Calicanto, prologado por Horacio Achával y con Walsh ya asesinado.
Todo indica que la página nunca firmada ni publicada surge del cruce creativo entre la ferocidad y el humor negro del mismo Bierce, que habría perpetrado la idea original -de ahí el homenaje- y la ironía más burlona que letal de Warnes.
El Mal de Bierce es una enfermedad social, degenerativa, que consiste en la paulatina pérdida de la vergüenza. El paciente, como quien pierde el pelo, pierde peso, pierde la memoria, pierde un dedo o pierde la calma, pierde la vergüenza. No hay referencia precisa a su origen ni hay una historia confiable del mal, que parece antiguo aunque nunca estudiado en su especificidad.
Hay evidencias, sí, de su acelerada expansión en estos últimos tiempos, sobre todo a partir de la pandemia. El mal de Bierce, lamentablemente, es muy contagioso y no hay vacuna. Tampoco hay en curso investigaciones serias para conjurar su expansión. Acaso se deba a su capacidad de enmascaramiento o por la naturalización de los síntomas, no percibidos siquiera como anomalías de conducta: el enfermo del Mal de Bierce –habitualmente omnipotente y poderoso- no se percibe enfermo. Lo detectan y padecen los demás.
Es por eso fundamental, en esta etapa crítica, el diagnóstico precoz del posible sin vergüenza. Está en cuestión, a la larga o a la corta, la supervivencia misma del tejido social. Es cuestión de estar atentos ante los demás pero también ante el espejo.
Esos primeros síntomas son, entre varios, la pérdida de la capacidad de empatía, progresiva indiferencia hacia el otro que deriva hasta el no registro y el abandono, la pérdida progresiva de todo tipo de sensibilidad social, el desconocimiento del prójimo.
Otro síntoma es la agresividad creciente, en el registro verbal a través del insulto y la descalificación, el repertorio gestual y en el protagonismo en episodios de violencia física concreta. El enfermo del Mal de Bierce convierte a los demás en blancos móviles de sus descargas furiosas.
Un tercer síntoma es la flagrante irresponsabilidad. El enfermo del Mal de Bierce obra y decide sin tener en cuenta las consecuencias, a menudo trágicas, de sus actos.
No menos significativo es un síntoma clásico y fácil de percibir, por lo aparatoso: la megalomanía y la consecuente arrogancia. Lindante con el ridículo, este síntoma requiere, para ser neutralizado, una ineludible colaboración del paciente. No es fácil, por supuesto. Acaso imposible. El enfermo del Mal de Bierce está imposibilitado para una autopercepción objetiva. Eso le impide por ejemplo, darse cuenta de su ignorancia (lo que
no sabe o sabe mal) o su inconsecuencia (decir hoy lo contrario de ayer o mañana sin aparente contradicción).
Por último, la víctima (porque aunque su soberbia no lo admita, lo es) enferma del Mal de Bierce padece de una penosa tendencia a la confusión conceptual. Así, en términos de la vida en comunidad confundirá la Patria con una empresa, el Estado presente con un árbitro ciego, los escrúpulos con una isla griega y –según la definición del sabio Gila-, la Economía con la econosuya.
Resumiendo, cabe estar atentos todos a la aparición –enfrente, a nuestro lado o en el espejo personal- de cualquiera de estos síntomas lamentablemente generalizados. Y obrar en consecuencia, antes de que sea tarde. Mientras sintamos vergüenza habrá esperanza para todos y cada uno.
La vergüenza es salud.
Brindemos por eso.
Salud.
Buenas tardes.